El último tren (X): Invisible

No recuerdo exactamente cómo he llegado hasta aquí. Estoy confundida, desorientada y con una extraña sensación de alivio. Me dirijo a comprar un billete sin importarme cuál sea el destino. Mi voz, acostumbrada a no sonar demasiado, hace que el vendedor no me escuche y me pida que la alce.

“Por favor, un billete para el primer tren que salga. No quiero saber adónde se dirige.”

La cara de serenidad de ese hombre canoso se llena de extrañeza, pero, aun así, hace lo que le pido. Me extiende el billete, yo le doy el dinero y me dice que sale en diez minutos de la vía 2. No le doy las gracias. Ya no agradezco a nadie que haga lo que debe hacer.

Diez minutos. Perfecto, tengo tiempo suficiente para ir a por un café.

Mis pequeños pasos me llevan hacia la cafetería fuera de la estación, que está atestada de gente. Esquivando risas, gritos y cuerpos, llego a la barra e intento captar la atención del camarero. No me mira, no me ve, a pesar de pedirle más de cuatro veces un café. Desisto, tampoco lo necesito tanto como para seguir intentando que me preste atención.ams39combobig2_old

Fuera de la cafetería, ya en el andén de la estación, una máquina de refrescos me parece un buen refugio. En mi bolsillo apenas tengo treinta euros y prescindo de dos de ellos para coger una cerveza. Nunca me ha gustado, pero hoy su sabor agrio me parece una ambrosía. La bebo de un trago y no contengo el eructo. Miro hacia los lados avergonzada, pero compruebo que nadie lo ha escuchado. Subo al tren, necesito sentarme y alejarme de las conversaciones de la gente que espera iniciar su viaje.

Escojo como asiento uno de los dos situados en sentido contrario al resto y coloco mi chaqueta y mi bolso en el de al lado, para evitar que alguien decida ocuparlo. El vagón se llena poco a poco de gente, pero no los escucho ni los miro. Enciendo el iPod y, mientras me coloco los auriculares, me atrevo a preguntarme en qué momento exacto empecé a ser invisible.

Recuerdo ser una chica risueña, de esas que sonríe a los desconocidos y tiene sueños. Siempre fui hermosa, o eso decían, con unos rasgos definidos y un cuerpo esbelto. Mi mirada nunca dejaba impasible a nadie y mis labios se encargaban de levantar pasiones y discordia entre la razón y el corazón de otras personas.

Me duele el cuello y ahora recuerdo cuando empecé a desaparecer.

Marco era guapo, moreno, alto y con buen cuerpo. Sus manos eran grandes pero delicadas, y era el dueño de los ojos negros más hermosos que jamás he visto. Su_B249669_b_m_redim_2 mente no se quedaba rezagada en cuanto a la hermosura de su cuerpo, y sus detalles le hacían irresistible. Lo tenía todo para seducir y, cómo no, sucumbí.

Una cita, detrás otra, y a los pocos meses nos fuimos a vivir juntos. Me encantaba ver sus cosas mezcladas con las mías, esperarle para cenar, despedirme con un beso de camino a la facultad y hacer la compra para prepararle su comida favorita. Era feliz, lo fui, pero poco a poco el paraíso se tornó infierno. Todo dejó de ser como era. Donde antes se dibujaban sonrisas, ahora costaba encontrar su rastro. Todas las lágrimas dejaron de tener sabor dulce, para volverse amargas, y yo dejé de ser Ana para convertirme en la marioneta que Marco deseaba.

Aprendí a base de desprecios a no hablar cuando no puedo y a reírme bajito, por dentro. Entendí con golpes que mi opinión no es importante y que carecen de lógica mis argumentos. También que mis sentimientos los decide el capricho de Marco, y que por ello he de llorar cuando no moleste y reír cuando me lo ordene.

Acepté que he de comer sin hambre y a beber con su sed; a vestir como él disponga y a obedecer sin demora. Que mi cuerpo ya no es mío y que he de entregarme cuando sus ganas lo dispongan. Y así, sin darme cuenta y día a día, paliza tras paliza, desaparecí.

Desaparecí. Y con desaparecer me refiero a que no me di cuenta de que ya no era la misma. Que ahora no me reconozco, ni me busco, en el reflejo de ningún espejo.

De repente, un ruido lejano me saca de mi ensimismamiento. Se abren las puertas del tren y veo por el rabillo del ojo que alguien entra, pero ni siquiera me molesto en ver quién es.

¿No arrancará este maldito tren?

Suena «A question of time» de Depeche Mode y vuelvo a mis pensamientos.

Hoy todo indicaba que sería un día tan monótono como el resto. Me levanto a las siete y mientras el café hace ruido en la cocina, yo preparo en silencio la mochila de fútbol de Marco, revisando que no falte nada o sabría lo que me ocurriría.

Arrastro mis pies hacia el baño y pongo una toalla limpia junto a sus enseres de afeitado y aseo. Enciendo el calefactor, exactamente a veintiséis grados y media hora antes de despertarlo, para que todo sea de su agrado. Coloco su ropa perfectamente doblaba sobre la silla y, tras asegurarme que todo está listo, voy a despertarle.

Cada día de camino a la habitación me repito el mismo mantra, la misma rutina: Ana, no lo olvides, la persiana se levanta sin hacer ruido y solo unas rayitas para que apenas entre luz. Has de sentarte a su lado y pasar suave los dedos por su pelo. Que no se te pase decirle «Marco, despierta mi amor», que así es como te ha enseñado a hacerlo. Espera a que abra los ojos y bésale. Espera que sonría y lleva tu mano a su polla para asegurarte que la tiene muy dura antes de chupársela. Haz que se corra, así te dará una tregua y te dejará tranquila.

Así que aquí estoy, plantada en la puerta de su habitación. «No quiero seguir haciendo esto», pienso. Pero me dirijo como siempre a la persiana y la levanto despacio, dejando los agujeritos precisos para no alterar su sueño. Me quedo de pie, viéndole con un ligero tono de luz. Sigue siendo hermoso, pero ahora me da asco. Sonrío, mientras me quito las bragas bajo 42e087c0c0fd38fcc74b86b8387da57ael vestido. Me siento en el filo de la cama sin apenas descansar mi cuerpo en ella. Empezamos; mis dedos por su pelo, mi frase de rigor, abre los ojos, su preciosa sonrisa y mi mano en su polla. Sí, está dura, como cada mañana.

Le masturbo un rato más de lo acostumbrado y miro su cara de placer mientras se me revuelve el estómago. No suelto su polla mientras me incorporo y, hoy, a diferencia de todos los malditos días, no voy a chupársela.

Me siento sobre su polla y antes de que diga nada me penetro con ella, colocando mis manos sobre su pecho. No dice nada y me mira sin entender nada, pero no me importa. No me detengo, acelero el ritmo y, con él, mis gemidos. Arqueo mi cuerpo, me tiemblan las piernas y, por fin, un grito acompaña a mi orgasmo no fingido. Le sonrío y su mirada me deja claro que la he cagado, así que me levanto con prisa. Acelero el paso, pero antes de llegar a la puerta su mano atrapa mi pelo y noto cómo vuelo, directa a la pared del lado derecho. Duele, joder cómo duele. Caigo al suelo y su patada en el estómago me eleva de nuevo. Marco se acerca a mí con la mirada más vacía que he visto en mi vida, me coge del cuello con las dos manos y eleva mi cuerpo alejándome del suelo. Le miro intentando reconocer en ese monstruo al hombre del que me enamoré, pero no lo consigo.

Como puedo, busco en mi sujetador lo que allí tengo escondido y sonrío. Sus ojos cambian, ya no veo ira y, ahora, brilla en ellos el desconcierto. Me suelta, caigo al suelo, y se aleja de mi cuerpo andando marcha atrás, con pasos cortos y torpes, mientras se agarra el cuello con firmeza.

Me quedo en el suelo, inmóvil y encogida, sin apartar la mirada de ese cuerpo que me he follado hace un momento y del que, ahora, se escapa la vida a borbotones de sangre por su cuello. Marco cae y yo, por fin, descanso. Me tumbo en el suelo aún hecha un ovillo y dejo mi mirada clavada en el cuerpo que yace sobre la cama. No me muevo, pero ya no tengo miedo ni frío.

He debido quedarme dormida, porque al despertar es casi de noche y Marco sigue tumbado en la cama, en la misma postura. Por un instante me asusto y me encojo de nuevo, hasta que recuerdo todo lo ocurrido. Miro mi mano y aún sujeto con fuerza el bisturí con el que he cortado su cuello. Lo suelto.

Me levanto y me acerco a Marco. Sigue siendo bello. Me aproximo a su boca y no siento su aliento. Le beso.

Pongo música, en tono bajito, como él me tiene adoctrinada. Despacio me muevo por la habitación vistiendo mi cuerpo. Un vaquero, camiseta blanca y chaqueta marrón. Me acerco al espejo y, mientras recojo mi pelo, veo la marca de sus dedos decorando mi cuello. Escojo un pañuelo, cubro mi cuello mientras observo a Marco de nuevo. Me acerco y acaricio delicadamente el corte de su cuello. La sangre está fría, como su cuerpo, y mi boca no puede evitar una mueca de miedo.

Dios mío, ¿qué he hecho?

Sin pensar, me dirijo hacia la puerta y la cierro. Salgo de allí a paso lento, sereno, ocupando mi segundo plano como si Marco siguiese andando delante de mí. El ascensor me lleva hacia la puerta de salida donde una vecina recoge las cartas del buzón. Tiemblo, susurro un buenas noches que no recibe respuesta alguna por su parte. Me sereno, por un momento había olvidado que soy invisible para el resto.

Me alejo sonriendo, con la certeza de saber que cuando la Policía encuentre el cuerpo de Marco, nadie podrá hablarles de mí. Ningún vecino podrá decirles mi nombrebaixa (4) ni mi aspecto, tampoco mis costumbres, horarios o lugar de trabajo. Nada. Camino, sin rumbo fijo. Huyo. Me libero.

La música de mi iPod se detiene justo cuando creo percibir un pitido que no sé si procede de la estación o del tren. Sobre la puerta se ilumina un cartel que indica la próxima parada. No lo miro, no me interesa.

Fijo mi mirada en mi mano y me doy cuenta que aún tengo en ella algunas gotas de la sangre de Marco. Sé que mis huellas están por toda la casa, por su cuello y por su polla, pero tampoco me importa. Tardarán unos días en encontrar su cuerpo sin vida. Preguntarán y nadie les hablará de mí. Cuando encuentren rastro de mi existencia yo ya estaré a salvo, lejos.

El tren arranca por fin, y me doy cuenta de lo agradecida que le estoy a Marco por enseñarme a ser una sombra de mí misma, por hacer que mis pasos no dejaran huella ni mis palabras recuerdo.

Una lágrima aparece en mi mejilla. No es de duelo, es de alegría.

Le debo mi victoria.

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